.
.
.
Primer cuento: Luana habla con los colores de la voz.
.
.
.
..
.
.
. Cuando Luana llegó al nuevo colegio se encontró con pocos niños que hablaran como ella. La mayoría hablaban la lengua de su país el zapozí. La profesora solía hablar y hablar y hablar durante casi toda la mañana. A Luana le entraba sueño. Y se apoyaba en el pupitre y miraba a una ventana que daba al patio de recreo. Y miraba al cielo, cómo corrían las nubes y cómo el sol tartamudeaba y cómo los pájaros se quedaban en la parte alta del muro exterior y cómo la ruidosa calle que no se veía debía de tener un enorme tráfico de coches y camiones, por el ruido que llegaba desde allí. Eso no lo podía ver. Ni a la gente con sus vociferíos y prisas. No lo veía y eso la espabilaba un poco. No el ruido, no, que casi la irritaba. Lo que la espabilaba era poder imaginar ella como era el mundo más allá de su colegio. Pero de pronto, la señorita pasaba junto a ella y posando su mano en el hombro seguía hablando a toda la clase, tan rápido y emocionada que ni en su propio idioma cree que la pudiera entender. El contacto en el hombro la devolvía a la clase. Pero como no entendía nada y sólo hablaba la profesora, pronto le entraba de nuevo modorra. Luana tenía dos amigas. Una imaginaria, llamada Luisita, igual que su mejor amiga en el otro cole. Y la otra, real, era Andrea. Andrea venía también de muy lejos. Era ciega y según pudo comprobar pronto una cantante entusiasta que pillaba cualquier canción al vuelo o que se las inventaba con lo que oía de aquí o de allá. Andrea y Luana se hicieron muy amigas y aunque no hablaban ni zapozí ni el mismo idioma no tuvieron problema en entenderse con melodías, canciones, ruiditos, silbidos y otras artimañas que intuitivamente comprendían. Por ejemplo, había un silbo para unos instantes antes de acabar la clase. Otro, para manifestar aburrimiento, o hambre o qué bien me lo estoy pasando. Y gruñidos bajitos de admiración o rechazo. Eso las mantenía despiertas en clase y muy vivarachas en el recreo o por la tarde en el parque que había debajo de casa. Ambas vivían en la misma finca. Andrea en el primer piso. Luana en el quinto. Todo esto ocurrió en el año en que yo llegué a la ciudad, tras un periodo largo entre rejas. Y la historia que os contaré, sucedió imposible y exactamente así:
.
.
.
.
.
.
.
.
1.
Luana quería ser una princesa. Y recorrer a caballo praderas y bosques. Y que nadie pasara hambre, ni que ningún verdugo le cortara la cabeza a ningún vecino del lugar. ¿Eso sería posible? ¿cómo no? Lo que era imposible en su imaginación es que los niños no tuvieran cobijo y sus papas trajeran lo suficiente cada día para vivir sin apreturas. Luana era una princesa muy valiente y en su mundo imaginado no hacía falta dormir, que eso es muy aburrido, salvo cuando habías estado jugando y correteando tanto tiempo que tu cuerpo necesitaba recuperarse. Pero nada de dormir todos los días, por la noche, obligatoriamente, y tantas horas. Tampoco había una escuela. Lo que hacían los niños y los mayores era que se reunían en lugares mágicos, como la cocina, la biblioteca, los jardines o el gimnasio y allí hacían cosas juntos. Y los niños y los mayores creaban y se recreaban sobre lo que era posible y cómo y lo que era imposible y cómo tal vez hubiera una manera de hacerlo. Porque Luana era princesa en un mundo sin otra urgencia que jugar con lo posible y lo imposible y vencer las dificultades o superar los obstáculos para hacer en cada momento lo que aconteciera, sin necesariamente una utilidad o un porque. Su amiga Andrea, creo que conectó enseguida con ella porque ambas “miraban” el mundo con otra sensibilidad e intuían muchas posibilidades para no dormirse en el mundo de los adultos. Un mundo como el trabajo de su papá, que era un mandamás en un gran edificio que llamaban banco, pero que sólo tenía sillas, mesas y ordenadores. Todos corrían con papeles. Todos estaban siempre muy ocupados como para jugar o pensar en cosas inútiles o sin porque. Era como en la escuela. Un día el director les explicó que todo lo que iban a aprender les serviría para hacerse mayores y ser útiles a la sociedad y poder mantener su casa y sus comodidades y dormir a pierna suelta los fines de semana. ¿Trabajar para dormir, dormir para trabajar? Pero, y jugar, y probar cosas imposibles, inútiles, o descubrir otras bellísimas, ¿cuándo? Y Andrea hacía entonces una musiquilla muy triste con los labios semicerrados. Y Luana miraba de nuevo a la ventana. Era una mañana hermosa. Algo chocó contra el muro del cole, estrepitosamente. Alguien, mejor dicho. Un servidor con su bici y sus periódicos gratuitos para protegerse del sol o la lluvia.
.
.
.
..
.
.
.
2.
Acudieron las profesoras y profesores y hasta el director y vieron que alguien en el suelo y su bicicleta, descacharrada, se habían empotrado en la entrada del colegio. Me levanté con cuidado e intente mantenerme de pie, pero estaba terriblemente mareado. Vi al director con tres brazos y una cabeza y media. Vi un arbusto color naranja que se desdoblaba en dos. Casi me caigo, pero me freno la verja principal.
Una hora estuve en la enfermería, acompañado del director, que me miraba con mucha seriedad y distanciamiento. También el policía que me tomo los datos. También el doctor que me dio el alta. Sólo sonrío en la puerta, al irme, el joven que limpiaba los cristales.
Sólo hacía un año que había cumplido mi pena en una cárcel del norte, y aún causaba cierta desconfianza entre la gente de la ciudad, a la que había llegado con el inicio del nuevo curso. Como no sabía hablar muy buen zapozí, aún sentí menos empatía a mi alrededor. Coincidió mi llegada a la puerta del colegio con la salida de los alumnos. A Andrea y Luana las recogió la mamá de Luana y el papá de Andrea. Y fue la mamá de Luana la que reparó en mi débil estado, y sonriendo me ayudó a acercar la bicicleta rota a una farola, donde la até con una cadena. Luana y Andrea jugaban a cantar canciones cambiando la letra. Y entonces se me ocurrió sacar una flauta de mi mochila y acompañarlas. Andrea me puso la mano en mi codo y dijo, en el mismo idioma en que me hablaba mi abuelo: “Luana habla con los colores de la voz. Sólo yo la entiendo.”
Me despedí de ellos en la puerta de su finca. Yo dormía en el cajero automático de la calle de atrás. Pero les dije que tenía que subir a mi guarida secreta, entre unas montañas ocultas tras la bruma en una región inaccesible, excepto para princesas. Y mientras Luana y Andrea canturreaban la canción inventada con la música de Piratas del Caribe el padre de Andrea me dio un billete y me pidió con sincera humildad que lo aceptara. Cuando miré el billete, llevaba en la faz donde augusto rey se veía unas palabras que decían: Las estrellas para quien las trabaja. Entonces no sabía que ese billete nos salvaría la vida a los cinco. Lo que hice fue guardármelo pensando en cenar esa noche atún y mejillones.
.
.
.
.
.
.
.
.
3.
Una vez me preguntaron en la cárcel, ¿usted que sabe hacer? Y yo respondí, al cabo de un rato de pensarlo bien –Yo sé contar alfileres, los alfileres que sostienen la realidad.
Luana suele decir que su día favorito es cuando salen a comer espagueti, sus papas, ella y su muñeco León. León es peludo, de color marrón, muy blandito, sin dientes. A León le costaba entender porque a Andrea y Luana les gustaba comunicarse cantando. León es mudo, el habla con la suavidad y los pliegues de su frágil cuerpecito. Cuando Luana tiene que irse a dormir a la cama, le cuesta conciliar el sueño. Antes de dormir necesita soñar, soñar con los ojos abiertos en la oscuridad de su habitación. Al principio de la honda oscuridad y su negritud surgían terribles amenazas como el hombre del saco, el hambriento ogro de las monedas de oro o la espeluznante bruja de la cabaña de tiza. Luana se pasaba a la cama de sus padres. Y así medio dormía ella y medio dormían ellos y entre los tres no llegaban a completar un sueño. Fue una de esas mañanas en que llueve mucho y no se puede salir al recreo cuando Andrea tatareó el cuento del Príncipe de agua al oído de Luana. Para que sólo ella lo oyera, porque los otros niños solían reírse de sus parafraseos musicales y de su caminar tanteando con las manos. Y así entendió Luana que en la oscuridad de su habitación es donde se fragua la música y sus colores. La hacen pequeñísimas, requetepequeñisimas partículas de un mundo microscópico llamado Intocable no sabes quanto, o mundo cuántico. Dicen que allí no se rigen por nuestras leyes y normas, si no que las van descubriendo o resolviendo conforme surgen los problemas o necesidades. Y allí, los maestros son las partículas más chicas. Ellas se mueven muy rápido o tal vez muy lento y cada una hace lo contrario de otra, por lo que involuntariamente descubrieron la música, la melodía para ser más precisos. “Din Don Dan, Din Don Din, Din Di Din, Don Din Don…” que en este caso quería decir algo parecido a que sólo cuando los seres se hacen muy grandes surgen los colmillos, las uñas desgarradoras, lo amenazador, lo ferozmente inaceptable y temible pero nunca entre las pequeñas partículas. Ellas hacen lo que tienen que hacer en cada momento y ya está. Es la armonía de lo invisible, concluyó con Andrea.
.
.
.Fragmento de Cuentos para no dormir a Luana, cedido por el autor,
V. G. ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario